Recordando el futuro utópico

“… el enfoque en la identidad destaca el valor de uso político y psicológico de las memorias colectivas…”, Wulf Kansteiner

Si la memoria es un elemento que permite comprender el mundo, de elaborarlo hacia adelante, cómo no habrían de existir quienes trabajen sobre ella con afán de moldearla para que, a través de ese producto, de esa adulteración, se lo interprete (al menos en parte) de manera beneficiosa para aquellos que justamente intervienen sobre la misma. Una memoria, esta, que no sirve para “recordar” sino para postular una utopía pasada que debe (imperativo) reproducirse en el futuro; es decir, que se utiliza para descifrar el presente – que, así, no es otra cosa que parte de un pasado detenido hasta tanto no se consume la utopía – en clave de futuro; vamos, de doctrina. Una memoria mistificada que ordena, no el pasado, sino el presente, atándolo a los objetivos de quienes lo decretan.

Para ello, se crean o, como mínimo, se adulteran, se hipertrofian (hasta la deformidad) incidentes que, en su momento fueron ciertamente de gran intensidad emocional, pero que no fueron lo que la alteración pretende hacer de ellos. Pero no basta con postularlos, con magnificar un suceso, deben ser repetidos a la manera de los dogmas devenidos mantra en una ceremonia trágica, como un perpetuo recordatorio de una deuda moral y espiritual de la comunidad con su propio pasado; es decir, consigo misma. Decía Pierre Nora en Between Memory and History: Les Lieux de Mémoire que, a su vez, la atomización – presumiblemente por vía del adoctrinamiento, la propaganda, el silenciamiento del disenso, del escepticismo respecto de las mistificaciones – de una memoria general en una privada ha dado a la obligación de recordar un poder de coacción interna. “Da a todo el mundo la necesidad de recordar y de proteger los rasgos de esa [identidad]” particular surgida de dicha memoria. Porque, de acuerdo con Jeffrey Olick (Collective memory: The two cultures), “no es sólo que recordemos como miembros de un grupo, sino que constituimos esos grupos y a sus miembros simultáneamente en el acto (por lo tanto, re-member-ing; de remeber, recordar, y member, miembro). El acto de recordar nos hace pertenecer a ese grupo, a esa identidad.

Y hay un elemento central, sustancial y evidente de la memoria colectiva palestina que resulta de tal adulteración y que contribuye grandemente a la construcción de su “causa” y de su identidad. Este elemento es, ante todo, una afrenta que exige redención – después de todo, una coalición de ejércitos árabes sucumbió contra un entonces inferior estado judío recién establecido. Esa deshonra pretérita, pues, debe ser subsanada, reparada y, hasta tanto no lo sea, debe ser ya no sólo recordada, sino interiorizada como un agravio en curso – y la UNRWA, parte del conflicto, juega un papel prominente en mantener esa ofensa no sólo viva, sino por sobre todas las cosas, en incrementarla.

Así, buena parte de ser palestino consistiría en recordar la llamada ‘nakba’ – ‘catástrofe’ que fue el establecimiento de Israel, la imposibilidad de aniquilarlo – esto es, su deuda con el pasado, y con el futuro: lo que reclama una entrega absoluta (so pena de ser acusados de traidores). Y la atomización o, si se quiere, psicologización de la memoria, que apuntaba Nora – es decir, la interiorización personal de la misma, le da al individuo “la sensación de que su salvación depende en última instancia del pago de una deuda imposible”; ergo, del acatamiento incondicional de las órdenes de sus líderes – al punto de que las madres entreguen orgullosas a sus hijos menores a la maquinaria tétrica que sirve, se dice, al propósito de redención, de “liberación”.

Es una de las fórmulas de las que se vale el supremacismo para imponer sus ficciones: engaños para encumbrar a sus evocadores, para ofrecerles la coartada para su impunidad. Crear un concepto, la ‘nakba’ – suerte de tótem, si se quiere -, que junto a rótulos auxiliares (“refugiados”, “ocupación”), invierte la causalidad, esfuma la responsabilidad y reduce la realidad a un fraudulento mito: la agresión y la derrota convertidas en victimismo y material de reclamo. Y es que, el fracaso, en tanto vergüenza, no puede tolerarse. Es preciso ese procedimiento que, por leve, no es menos exitoso (al menos, de cara al exterior: como toda estética, por cierto): el ataque llevado por una coalición de ejércitos árabes en 1948, y luego en 1967 y 1973 – y las retiradas campañas terroristas palestinas – y su revés, se convierten en una “narrativa” de “desposesión” de lo utópico que no se había poseído. Desaparecida la agresión árabe, los árabes palestinos pueden reclamar como víctimas.

Este sobresaliente elemento de la memoria intervenida actúa como un rodillo que borra o convierte en su opuesto, o en una honorable dignidad, cada ofensiva, cada negativa a la paz (con sus generosas ofertas territoriales para un estado) y, sobre todo, el estado actual de cosas en los territorios controlados por la Autoridad Palestina y el grupo terrorista Hamás: todo es apenas una “consecuencia” de la “ocupación” (que, en realidad, es consecuencia de las agresiones árabes).

Memoria que paraliza a los sujetos ante la corrupción de sus líderes, cómodamente asentados en esta situación; ante la violencia incentivada y glorificada como un valor en sí, como un rasgo honorable de la identidad (ritualizada). Una memoria que “ocupa” el presente y el futuro de los palestinos porque, mientras se espera la consumación de la utopía, sólo sus líderes gozan pródigamente de esta existencia – mientras hacen de cuenta que les obsequian con una extraordinaria dádiva: el orgullo de la pobreza, del “martirio”.

Una memoria que, no actuando como tal -en tanto y en cuanto responde a un pasado construido a la medida de una “causa”, como modelo de un anhelo -, se erige como una abolición de la responsabilidad moral de quienes incitan al odio y a la violencia y a quienes obedecen ese llamado – amén de extinguir la responsabilidad en el inicio mismo del conflicto.

Y todo sirve a su imposición, las instituciones culturales y educativas, los medios de comunicación, los rituales públicos. Por eso mismo, en su momento, los Acuerdos de Potsdam determinaban que la “educación alemana [debía] ser controlada de tal manera que eliminara completamente las doctrinas nazis y militaristas y haga posible el desarrollo exitoso de las ideas democráticas”. Los agresores, derrotados. Pero eso era el mundo del derecho, no el del revés.

En definitiva, se trata de un método para cultivar la ignorancia, la incapacidad analítica para enfrentar nuevos desafíos (o, incluso, para identificarlos). En resumen, “un concepto de conciencia colectiva curiosamente desconectado de los procesos de pensamiento reales de cualquier persona en particular”, como decían Jeffrey Olick Fentress and Wickham (Collective memory: The two cultures). Una sociedad infaustamente igualada en la prisión del pasado (adulterado), del acatamiento, del silencio, presentes.

Y es que esquivar la responsabilidad por sistema ha de conllevar, inevitablemente, a alguna de las formas del embrutecimiento colectivo, como lo son las simulaciones de la fe que exigen la muerte como trascendental y elevada demostración de convencimiento: sacrificar vida para sustentar la vida (la utopía). Horrorosa contradicción que sirve a la santificación de la “causa” y sus métodos, no como etapa, como estadio o proceso para alcanzar un fin, sino como fin en sí mismos.

Cierto es que no toda la población acata, que hay descontento. Mas, por un lado, el flujo interminable de dinero por parte de occidente sirve a la vez para vincular la necesidad a la obediencia a sus líderes, a mantener en el poder a estos y a sostener un cierto nivel de contento o subsistencia – sobre todo para quienes creen en la narrativa -; y, por el otro, entre una mayoría de medios de comunicación, ONG y organismos internacionales, se invisibiliza a los descontentos, al mismo tiempo que hacen llamamientos a continuar financiando la “causa” – mientras silencian la represión de la oposición, la corrupción, la perpetuación en el poder de sus líderes, su siniestra versión de la realidad, y la escasa, cuando no nula, rendición de cuentas de los fondos recibidos.

Una “memoria” para todos – hecha de ficciones y silencios. Una “memoria colectiva”. Que entierre al individuo en el todo. En el pretendido “todos”. En el todos disciplinados – el adoctrinamiento introduce a los seres en una vida programada por otros. Y el que no

En definitiva, se ha erigido la doctrina de una suerte de mesianismo; uno que espera que llegue la salvación en forma de porvenir sin estado judío. Eso, y no otra cosa, es lo que prescribe una memoria fundada en la satisfacción del “exterminio, la masacre trascendental” de judíos en Tierra Santa que no pudieron cumplir sus antepasados. Podrán vestir el fin con las telas amenas que gusten, pero vez tras vez, y ante sus propias audiencias lo dicen alto y claro: “desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo”.

Y es que la existencia del, el derecho del “otro” en esa región, es la catástrofe.

Acatamiento colectivo: memoria como dogma

Decía Wulf Kansteiner en su trabajo Finding Meaning in Memory: A Methodological Critique of Collective Memory Studies, que los recuerdos son más colectivos cuando trascienden el tiempo y el espacio de ocurrencia de los eventos originales. Y vaya si han difundido: no son pocos los que en occidente abrazan la “narrativa” palestina como si fuera el credo de una nueva religión secular que, por lo demás, tiene una otredad maligna muy conocida: tanto, que está definida con los mismos rasgos de aquel otro credo de la primera mitad del siglo pasado.

En tanto, Kansteiner continuaba explicando que, como tales, estos recuerdos, memorias, toman vida propia, sin “el lastre” de la memoria individual real, y se convierten en la base de todo recuerdo colectivo como memoria inmaterial. Como resultado de ello, afirmaba, millones de personas comparten una gama limitada de historias e imágenes, sobre un cierto suceso, si bien pocos de ellos tienen un vínculo personal con los hechos reales. “Para muchos consumidores, los relatos y las imágenes no constituyen experiencias especialmente intensas o sobrecogedoras, pero, sin embargo, configuran la identidad de las personas y las cosmovisiones”, concluía. Y vaya si lo hace, que ayuda a constituir la que podría llamarse ‘identidad moral’ occidental: el posicionamiento respecto del conflicto junto a la “víctima”, el actor “inocente”, “débil” y hasta “involuntario”, el pretendido “aborigen”, es una seña de identidad, y es, sobre todo, una forma de exteriorizar la superioridad moral que se auto adjudican. De manera que la cosmovisión no sería más que una visión de sí mismos – por suceso (o imagen, más bien) internacional interpuesto.

Volviendo a la memoria colectiva, Kansteiner advertía que esta puede, por un lado, excluir eventos que jugaron un rol importante en la vida de la comunidad – como ser, la decisión de los líderes árabe-palestinos y árabes de lanzar una guerra; las negativas reiteradas del liderazgo palestino a la paz y a un estado propio. Y, proseguía el autor, por otra parte, acontecimientos social y geográficamente distantes pueden ser adoptados con fines identitarios por grupos que no han participado en su desarrollo. “Todos los recuerdos, incluso los de los testigos presenciales, sólo adquieren relevancia colectiva cuando se estructuran, representan y utilizan en un entorno social”, aseveraba.

En este sentido, como apuntaba Jeffrey Olick en Collective memory: The two cultures, los relatos de la memoria colectiva – término que ha devenido en un poderoso símbolo político y social – de cualquier grupo o sociedad suelen ser relatos de los recuerdos de algún subconjunto del grupo, especialmente de aquellos que tienen acceso a los medios de producción cultural o cuyas opiniones son más valoradas.

Es decir, que la memoria colectiva no es historia – aunque con la ayuda inestimable de muchos medios de comunicación convertidos en una suerte de validadores del relato, que informadores de lo factual; de organismos y organizaciones, la memoria palestina haya devenido, o eso se pretende, a fuerza de repetición, en historia, en el canon histórico del conflicto.

Memoria e Historia, sostenía Pierre Nora (Between Memory and History: Les Lieux de Mémoire), lejos de ser sinónimos, aparecen ahora en oposición fundamental. Y explicaba que ello se debe a que la memoria “permanece en permanente evolución, abierta a la dialéctica del recuerdo y del olvido, inconsciente de sus sucesivas deformaciones, vulnerable a la manipulación y a la apropiación, susceptible de ser largamente adormecida y periódicamente revivida”. La historia, en cambio, “es la reconstrucción, siempre problemática e incompleta, de lo que ya no es. La memoria es un fenómeno perpetuamente actual, un vínculo que nos ata al eterno presente; la historia es una representación del pasado. La memoria, en la medida en que es afectiva y mágica, sólo da cabida a los hechos que le convienen; alimenta recuerdos que pueden ser desenfocados o telescópicos, globales o distanciados, particulares o simbólicos”. La historia, “por ser una producción intelectual y secular, exige análisis y crítica. La memoria instala el recuerdo dentro de lo sagrado; la historia, siempre prosaica, lo libera de nuevo. La memoria es ciega para todos, excepto para el grupo al que vincula…”.

Según Kansteiner, la memoria es un fenómeno colectivo, sí, pero sólo se manifiesta en las acciones y declaraciones de los individuos. “Puede apoderarse de acontecimientos histórica y socialmente remotos, pero suele privilegiar los intereses de lo contemporáneo. Es tanto un resultado de la manipulación consciente como de la absorción inconsciente, y siempre está mediado. Y sólo puede observarse de forma indirecta, más por sus efectos que por sus características”. Los efectos de esta memoria en particular, están a la vista: trágicos, sin duda han terminado por ampliar el campo de acción del dolor.

Por ello, y siguiendo al propio Kanstiner, se hace necesario “conceptualizar la memoria colectiva como el resultado de la interacción entre tres tipos de factores históricos: las tradiciones intelectuales y culturales que enmarcan todas nuestras representaciones del pasado, los hacedores de memoria que adoptan y manipulan selectivamente estas tradiciones, y los consumidores de memoria que utilizan, ignoran o transforman dichos artefactos según sus propios intereses”.

En este sentido, Jan Assman (Collective Memory and Cultural Identity), que hablaba de memoria cultural – a la que definía, a su vez, como pasado contemporizado -; decía que ninguna memoria puede conservar el pasado. Lo que queda es sólo aquello “que la sociedad de cada época puede reconstruir dentro de su marco de referencia contemporáneo” En este sentido, Kansteiner citaba a Nancy Woods (Vectors of memory), quien exponía: “… la memoria pública – cualesquiera que sean sus vicisitudes inconscientes – atestigua una voluntad o deseo por parte de algún grupo social o disposición de poder de seleccionar y organizar las representaciones del pasado para que éstas sean acogidas por los individuos como propias. Si determinadas representaciones del pasado han impregnado el dominio público, es porque encarnan una intencionalidad – social, política, institucional”.

Por eso, Assman sostenía que tal memoria depende siempre de una práctica especializada, una especie de “cultivo”. Es decir, depende de un apuntalamiento institucional. Y entre los libros de texto palestinos, los sermones religiosos, los discursos políticos, los mensajes claros que mandan las acciones institucionales (como el pago a los terroristas presos o a sus familiares), ese apuntalamiento es firme y, sobre todo, evidente.

Así, advertía Pierre Nora, existen esos no-eventos – como las llamadas “marchas” de Gaza, la violencia orquestada en el Monte del Tempo y varias otras “manifestaciones” semanales, como formas de teatralización de su cualidad de víctimas, de dueños de la tierra, y de su inminente regreso a ellas – “que se cargan inmediatamente de un pesado significado simbólico y que, en el momento de su ocurrencia, parecen conmemoraciones anticipadas de sí mismas; la historia contemporánea, a través de los medios de comunicación, ha visto proliferar los intentos… de crear tales eventos”.

Es decir, estos no-eventos, tal como los elementos nucleares de la memoria colectiva que se analiza, son su propio referente, parafraseando a Nora. Son, ellos mismos, signos pura y exclusivamente autorreferenciales. Lo cual “no quiere decir que carezcan de contenido, de presencia histórica”; sino que lo que los convierte en elementos nucleares de esa memoria “es precisamente aquello por lo que escapan de la historia”. De manera que la historia que contienen es más bien un “arte de ejecución”: es una “historia” que, en última instancia, “se apoya en lo que moviliza”.

Memoria de un victimismo para usurpar la historia

Suplantar o adulterar la historia, o relegarla a memoria (artefacto confeccionado), requiere muchas veces del cultivo de una “ofensa”, de un “daño” (‘nakba’), inicial que ha de ser reparado. “Afrenta” esta que invirtió la causalidad de los hechos (el intento fallido de “extermino, masacre trascendental” contra los judíos), y que pretende excusar el mismo propósito de eliminación de un estado – el judío, claro.

Y es que, como señalaba Jeffrey Olick, “una de las razones por las que los llamamientos a la memoria han estado tan cargados de moral en los últimos años es la palpable responsabilidad que sentimos por las… víctimas de un trauma”.

La imposición de la identidad-idea-imagen “víctima” dirige, como ningún otro elemento, a la audiencia hacia afuera del territorio de la historia y de la argumentación, hacia el de la emoción y el de la “memoria”.

Así pues, crear la percepción de víctimas entre propios y ajenos para eximirse responsabilidades deber ser una de las tretas más viejas. El trauma invocado, se auténtico o falaz, termina por ser real, a fuerza de interiorización para toda la sociedad. Y, en el caso del que tratamos, es este un trauma autoinfligido por partida doble: no sólo por las trágicas consecuencias de la adopción de esa memoria reelaborada, magnificada y adulterada que no permite a la sociedad avanzar; sino porque el suceso del que se aferra como agente causal, fue una decisión propia de sus líderes, no una realidad impuesta desde afuera.

Y es que, de acuerdo a Olick, si bien los traumas psicológicos no pueden transmitirse de generación en generación, el hecho de que el recuerdo de esas experiencias traumáticas personales se exteriorice y se objetive como relato significa que ya no es una cuestión psicológica puramente individual.

Ciertamente hubo individuos traumatizados por la guerra lanzada por estados árabes y los líderes árabes palestinos en 1948. También debido las que iniciaron los estados árabes en 1967 y 1973. También por las consecuencias del terrorismo alentado y premiado por sus líderes. Ciertamente los hubo. Los hay. Hubo desplazados (mayormente) y expulsados. De ambos bandos: la suerte corrida por los judíos en los países árabes es uno de los grandes silencios con que medios, entes y organizaciones obsequian a los líderes palestinos. Pero no son los millones de árabes palestinos que ha fabricado la UNRWA como método no ya de perpetuación del conflicto, sino de incremento del mismo.

Porque, como apuntaba Kansteiner, “los debates [inexistentes en este caso, meras afirmaciones, credos] sobre el significado de los pasados negativos tienen más que ver con el interés y las oportunidades políticas que con la persistencia del trauma… Los pequeños grupos cuyos miembros han experimentado directamente esos acontecimientos traumáticos sólo tienen la posibilidad de dar forma a la memoria nacional si disponen de los medios para expresar sus visiones y si su visión coincide con los objetivos e inclinaciones sociales o políticas compatibles entre otros grupos sociales importantes, por ejemplo, las élites o los partidos políticos. Los acontecimientos del pasado sólo pueden ser recordados en un entorno colectivo ‘si encajan en un marco de intereses contemporáneos’”.

Es un pasado, este, que obliga a mirar al futuro – remoto – con predisposición de reproducción (utópica). Así, el presente, el futuro inmediato – del mañana, el mes que viene, dentro de dos años – está detenido, atado a una realización para la que deben entregarlo todo: sobre todo, su presente, su existencia. Y la UNRWA es la encarnación perfecta de este mito: anclada en el pasado, incrementándolo artificiosamente, promueve ese futuro y el coste presente del mismo.

Esto, parafraseando a Nora, pospone indefinidamente la tarea de comprenderse a uno mismo. Y es que entenderse es aceptarse – individual y colectivamente – tal como se es, sin los afeites de memorias ad hoc. Entenderse es responsabilizarse, reconstruirse a cada instante. Y eso, precisamente, no es lo que quieren ni los líderes palestinos, ni la UNRWA y, por lo visto, tampoco quienes financian este triste estado de cosas.

El resultado es una suerte de parasitismo o depredación histórico-política – que niega el recuento de su propia historia y realidad a la vez que hurta, banaliza y disminuye la ajena -, que funciona apropiándose de significados y dolores: pretende que son unas víctimas como las del apartheid y del holocausto, cuando la realidad es que se habían lanzado ellos mismos a perpetrar un fallido (‘nakba’) “exterminio, una masacre trascendental. Intenta apropiarse de las causas raciales en Estados Unido, del padecimiento del sufrimiento ucraniano; han banalizado de términos como limpieza étnica o genocidio – cuando, de hecho, lo opuesto a un genocidio ocurre entre los palestinos: un aumento sostenido de su número y de su esperanza de vida. Todo ello socorrido por organizaciones gubernamentales, organismos internacionales y no pocos gobiernos occidentales. El resultado es la construcción (constante) de un mito favorable a las prerrogativas ambicionadas, que procura sustituir a la historia.

Y, ante todo, es la creación de, o la aspiración a instaurar, una asimetría moral que legitima la violencia y el pensamiento supremacista sobre el que se basa: “ellos” son el mal absoluto, por lo que la solución pasa inevitablemente por la agresión. Organizada así la percepción del “otro” (y, a través de él, de la propia circunstancia), cualquier solución intermedia – la existencia de un estado judío junto a uno palestino, ni más ni menos – es inviable.

La historia anulada, el presente perpetuo y el futuro que depende de una “masacre trascendental”

Acaso, después de todo, la memoria colectiva no sea tal memoria sino, antes bien, la interiorización de una suerte de canon de “hechos” – o supuestos hechos – que funciona como código para interpretar el presente en clave de pasado que ha de ser redimido y reproducido en forma de futuro. El “otro” inevitable – el que obstaculiza este tránsito, este advenimiento -, es igualmente traducido a partir de esa regla, de esa forma de fe, de esa impuesta cosmovisión, o zeitgeist (espíritu moral, cultural e intelectual), que es, a su vez, y, sobre todo, una obligación.

Quizás, pues, no sea más que un conjunto de símbolos que crea lazos sociales y compromisos ineludibles – entre los miembros de la sociedad, y entre estos y la “causa” -, así como también un consenso sobre su identidad y sus derechos inmanentes.

El individuo, entonces, no es central – su valor es tal, en tanto y en cuanto es parte de un agregado -; es la “causa” la que ocupa esa esencialidad. Por eso mismo, cuanto antes se empiece a trabajar sobre los sujetos, más maleables serán. Así, los niños son un objetivo prioritario de esta siniestra “catequesis”: la de absorber el mítico pasado interrumpido por el “otro”, la de aprender a no intervenir en esa “memoria”, a acatar a sus representantes, a despreciar su propia existencia por el bien de la “causa” y para acercar su cumplimiento (casi profético). Enseñanza, medios de comunicación, actos públicos; todo sirve para que el credo sea omnipresente.

En esto, como ya se mencionara, juega un papel importantísimo la agencia de la ONU para los “refugiados” palestinos, la UNRWA; un elemento más de este engranaje doctrinario, un elemento imprescindible para la perpetuación del conflicto (fundamental para el sostenimiento del de la “causa”, cuyo fin es la eliminación de Israel); que, además, haciéndose cargo de educación y sanidad, permite que Hamas y la Autoridad Palestina destinen fondos y materiales a otras cuestiones: fabricación de cohetes, construcción de túneles para infiltrar Israel; recompensas para quienes atentan contra israelíes, corrupción.

Volviendo a la memoria colectiva, a ese dispositivo de quienes parecen encontrarse demasiado a gusto en un presente que no les demanda nada – ni responsabilidad ni reparos -; se pretende que esta se confunda, hasta suplantarla, con la historia, y, en ultima instancia, hasta superarla como una forma de fe en un futuro a imagen y semejanza de sus deseos, de sus privilegios (retrospectivos). Hay, en el liderazgo palestino, verdaderos expertos en abolir la historia: el líder de Fatah y de la Autoridad Palestina, Abbas, al que gusta de calificarse en medios de comunicación como “moderado”, obtuvo un doctorado en negacionismo del Holocausto, ni más ni menos.

Así, volviendo a glosar a Nora, se procura que la historia se convierta en una imaginación reemplazable. Es decir, en narrativa. En capricho ideológico, político, pecuniario.

Se empuja a recordar el futuro. Porque el pasado que se porfía es, antes bien, el futuro que ha de consumarse, y ha de hacerse en forma de redención de aquella invención. De manera que esta memoria congela a quienes la abrazan – principalmente porque ha sido impuesta como elemento central de la identidad, casi como una fisiología sustituta -, a quienes deben subordinarse a ella (a quienes la usufructúan): los sumen en una larga espera para que ayer mistificado se convierta en un idéntico mañana. Y para ello, todo vale.

Y es que esta memoria – huida hacia adelante – que impide cualquier acomodo que no sea la maximalista apuesta por la idealización que ha de reinstaurarse. Un estado de cosas ideal para sus líderes, que encuentran esta situación – el limbo que es el presente a la espera de la consumación del pasado – inmejorable para imponer y justificar (siempre ¡es el “otro”!) la ausencia de democracia, la persecución de opositores, la corrupción, la instrumentalización del odio y la violencia para sostener el estatus quo (sus privilegios, su impunidad), la utilización de menores en el ejercicio de la violencia, la turbiedad de sus cuentas, y el largo etcétera que precisa ocultar todo totalitarismo para que alguien más que quienes lo ejercen, crean en sus “beneficios”.

Los líderes palestinos apenas si precisan difundir, promover su propaganda en occidente; es decir, poco esfuerzo deben hacer para conseguir, como mínimo, su silencio: agencias nacionales e internacionales y una plétora de organizaciones ya lo hacen por ellos. Y, además, los financian generosamente.

Podría extrañar la fascinación occidental por regímenes, líderes y/o grupos fanáticos, totalitarios; y su concomitante apoyo a los mismos. Pero no es nuevo Apuntaba Jean-François Revel (How Democracies Perish) que el apoyo “progresista” que algunos occidentales prestan a los peores regímenes del tercer mundo no es más que una reubicación geográfica de lo que durante sesenta años fue el apoyo “progresista” a la Unión Soviética: “complicidad de una parte de la izquierda occidental contra los pueblos de los países menos desarrollados, con los tiranos que los esclavizan, embrutecen, hambrean y exterminan”. Lo mismo podría decirse del apoyo a los gobernantes palestinos, para quienes su pueblo no es más que una herramienta provechosa, para quienes el conflicto tiene una única solución: la eliminación de Israel.

Y es que el “otro”, Israel, su existencia, es la catástrofe (‘nakba’): no haber podido extirparla mientras nacía. Ello, como material central de memoria: ergo, de presente deudor ante el pasado acreedor que compromete a repetir el intento de terminar con el “otro”, de ponerle fin a la catástrofe; de inaugurar el futuro. Y ello, como núcleo de identidad… “Convence”, pues, a quienes obliga a su acatamiento (“detenidos” en el tiempo, atrapados en el territorio ideológico de sus líderes y de quienes los amparan y subvencionan), a quienes deben honrar la artificiosa deuda; a aquellos a quienes conviene para expresar prejuicios añejos.

No se trata, pues, de memoria – en tanto recuerdo del pasado, y no intervención sobre el mismo, manufactura -, es receta. Precepto. La postulación del retorno del ilusorio pasado deja al presente fuera de la historia: una grieta vergonzosa entre el ayer imaginado, idealizado, y el futuro igualmente utópico. De esta guisa, el presente ha sido relegado a dilatado instante liminar en el que sus ciudadanos deben buscar la redención, a través de su entrega incondicional a la “causa” de sus líderes, para que se desanude el tiempo y suceda el pasado nuevamente.

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