El periodismo (abochornado) ante sí II

“La pasión asociada a una discusión es inversamente proporcional a la cantidad de información real disponible”, Cronopaisaje, Gregory Benford

La noticia no es lo que ocurre sino lo que alguien dice que ha sucedido o va a suceder, decía Leon Sigal (Sources makes the news). Además, añadía que quién (o qué) es noticia, depende de quién es la fuente de la información – que, a su vez, está supeditado a cómo, y en el caso que nos interesa, con qué propósito ideológico, el periodista recaba información.

En aquello relacionado con el conflicto árabe-israelí hay, desde hace ya mucho, una voz “oficial”, u oficiosa – voz, en tanto y en cuanto ofrece mayormente “narrativa”, opinión -: la de entes y organizaciones propalestinas (o, antes bien, antiisraelíes) y la de los líderes palestinos; en definitiva, aquellas que presentan un retrato muy conocido, no tanto positivo de los palestinos, sino principalmente negativo de Israel.

Así, pues, para entender las noticias, recomendaba Michael Schudson (The news media as political institutions), primero hay que entender quiénes son aquellos que actúan como fuente y cómo los periodistas lidian con ellos. Sobre este tema se ha dado amplia cuenta en CAMERA Español; especialmente en los textos sobre Hamás, Yihad Islámica, Fatah; sobre las diversas y recurrentes ONG a los que refieren las crónicas; así como también en los artículos que tratan sobre la sistemática negligencia periodística a la hora de confirmar lo proporcionado por esas “fuentes” y a la de buscar alternativas que ofrezcan o bien otra visión u otra información, o a documentar más ampliamente sus crónicas de manera de brindar un contexto cabal, y ese etcétera de quehaceres a los que se renuncia, a esta altura es dable sospechar, como método de quienes se han “afiliado” a la “causa” – que, como toda, causa, busca un efecto; es decir, un fin.

Después de todo, como apuntaba el propio Schudson, la “realidad” que los periodistas producen, provee no sólo una particular visión (o, acaso, versión) del mundo, sino también una particular visión del propio periodista – espejo y reflejado son, o se pretenden, la misma cosa. Con lo que, para qué preguntarle al espejito, espejito, si quien responde no es este; y si la amplia mayoría de la cobertura en español sobre Israel dice alto y claro. Y no sólo habla este abordaje periodístico, sino la participación de los profesionales en las redes sociales. De manera que entre una y otra intervención, reafirman, repetición mediante, que aquello que dicen y sugieren es lo “cierto”; y que, además, el lector debe verse compelido a actuar de alguna manera (en el sentido sugerido por las valoraciones “morales”): ya sea repitiendo a su vez el mensaje, posicionándose y manifestándose; indignándose notoriamente, convirtiéndose en un activista él mismo, o colaborando con alguna de las organizaciones que tantas veces aparecen mencionadas favorablemente en las crónicas.

No en vano, el profesor Marcel Broersma (The Unbearable Limitations of Journalism) afirmaba que el periodismo no debe ser entendido como un discurso descriptivo, sino realmente como uno performativo diseñado para persuadir a la audiencia de que lo que describe es real y que, al hacerlo con éxito, transforma una interpretación en verdad, en una realidad sobre la que el público puede (o, acaso, deber verse compelido) actuar.

  1. Carácter performativo

Esta necesidad de persuadir diariamente al público sobre la veracidad – o cuanto menos, de la verosimilitud – de lo transmitido, explicaba Broersma, “nos conduce al reverso de la moneda performativa: que las representaciones lingüísticas tienen, simultáneamente, el poder de describir y producir fenómenos simultáneamente.

En su libro How To Do Things With Words, el filósofo J. L. Austin desarrolló el concepto de “declaraciones performativas”: oraciones que, cuando son pronunciadas no sólo describen o prescriben algo, sino que su misma aserción es un acto. Esto es, el propio enunciado es la realización de una acción.

Así, de acuerdo a Samuel Mateus (Journalism as a field of discursive production – performativity, form and style), el discurso periodístico no sólo es una representación (pretendidamente) textual de eventos, sino que es principalmente un ejercicio performativo de poder simbólico. Ello se debe a que narrar y volver a narrar un evento es, ya, adjudicarle significado al mismo; de manera que el discurso periodístico funciona como una acción sobre el mundo: “El periodismo actúa sobre la estructura discursiva de las sociedades. Esta función pragmática significa que el periodismo hace algo con sólo describirlo – por ejemplo, pensar en la visibilidad mediática de los temas sociales [o sobrediminesionar el conflicto árabe-israelí y destacar la responsabilidad de este último actor para su oprobio internacional]. Refleja el mundo, pero ese reflejo es también un acto reflexivo capaz de negociar significados”.

El poder de los medios, por tanto, reside precisamente en esa pretensión de imponer y, a la vez, legitimar, las propias representaciones del mundo como retratos textuales de la realidad.

Ello es posible, en la cobertura en que nos centramos, porque, como señalaba Broersma, el lector medio no conoce nada sobre los eventos en Medio Oriente, y, aun así, considera que las noticias provenientes de la región son verdaderas si se publican en un periódico conocido y se ajustan a las rutinas profesionales y a las convenciones textuales conocidas; y porque los hechos parecen plausibles porque se refieren al “conocimiento público” (repite, repite que algo queda) y a los códigos culturales existentes.

Por tanto, continuaba el profesor, “el periodismo no obtiene su poder performativo de sus contenidos (de los hechos), sino simplemente de sus formas y estilo. […] Su forma y estilo son más universales y remiten a discursos culturales más amplios, así como a convenciones y rutinas informativas aceptadas y ampliamente utilizadas. Los consumidores de noticias tienden a creer los contenidos que acompañan a estas rutinas y convenciones profesionales, justificando y enmascarando la interpretación subjetiva y la selección de noticias realizada particularmente por el periodista. De tal manera, señalaba Michael Schudson, ‘el poder de los medios de comunicación no reside sólo (ni siquiera principalmente) en su poder para declarar que las cosas son verdaderas, sino en su poder para proporcionar las formas en que aparecen dichas declaraciones’”.

Las convenciones sobre la forma y estilo, suscribía a su vez Mateus, contribuyen en gran medida a la creencia de la audiencia en que las representaciones del mundo que ofrece el periodismo son válidas – lo que, a su vez, determina cómo el público experimentará el mundo. “El estilo – resumía este autor – es una forma específica de hablar del mundo que subyace a los significados sociales comúnmente compartidos en el campo discursivo, incluidas las variedades lingüísticas particulares”; y, bien cabría agregarse, los sobreentendidos sociales e históricos.

Y es que el proceso de búsqueda – si tal cosa realmente existe, a esta altura -, de selección y presentación de la información sin duda crea la sensación o la ilusión de verdad (hasta, podría decirse, de legitimidad de la parcialidad periodística): desde los titulares que actúan como claves para leer e interpretar la crónica; la exclusión de ciertos hechos, de ciertas voces y fuentes; la prioridad otorgada a un puñado de fuentes, hasta el abundante espacio brindado al este conflicto en detrimento de otros conflictos y asuntos relevantes; todo ello guía la atención y la confianza del lector en un sentido particular, obsesivo.

A fin de cuentas, como decía Broersma en otro de sus trabajos (Form, Style and Journalistic Strategies), las prácticas periodísticas determinan qué partes de la realidad serán representadas en los medios – “en otras palabras, qué hechos encajan en el formato; sumado al hecho de que el formato elegido determinará cómo se encuadran las noticias. “Al hacer esto, determinan… cómo construyen significado, cómo articulan los mundos sociales y cómo se construyen comunidades”; e igualmente definen “cómo las sociedades son moldeadas por las representaciones de la realidad social a través de los medios periodísticos”.

Así, el producto – al menos el que resulta de la cobertura del conflicto árabe-israelí y de los sucesos relacionados con este último estado – parece más emparentado con la ilusión (de confianza, de verdad, de consenso, de realidad; de moral, incluso) que con los hechos concretos de los que pretende estar dando cuenta.

  1. Ilusiones: la repetición como sustituto de la verdad y el consenso

La clave parece residir, sobre todo, en la repetición. Con los ojos entrecerrados de ver afinidades; con las anteojeras ideológicas y con guiño incluido, decirle a la audiencia atrapada en el eco de esa voz que finge ser o representar a muchas: “Esto, esto de aquí – esto, y no aquello que digo que se encuentra irremediablemente más allá -, es muy importante para usted: este país, este único estado, este estado judío. Lo que hace, o, más bien, lo que decimos que hace, es importante para el mundo – de la manera más negativa, claro está”.

Repetir y sustituir, cuando convenga, los valores absolutos con otros relativos, convenientes. A la medida. La decadencia de la verdad, o del esfuerzo por alcanzarla: cada cual podría escoger la suya… Pero no: esta, esta en particular que ofrecen, es la única válida – y su único fundamento es el afeite de “moral” con que la presentan.

Repetir. Porque la repetición crea la ilusión de verdad, de consenso. De todos a una. Apabulla. No deja espacio para nada más.

Repetición para porfiar “moral”. Superioridad moral – el material con que se disimulan las justificaciones más vergonzosas – para establecer idoneidad.

Repetición como sustituto de la verificación, de la documentación, de la seriedad, del conocimiento; en resumen, del buen quehacer profesional.

Repetición mediante, explicaba el psicólogo Jeremy Dean, (Illusion of Truth Effect: Repetition Makes Lies Sound True), a la mente humana le resulta más fácil procesar una afirmación en relación con otras ideas competitivas que no se han repetido una y otra vez. De tal guisa, la repetición es uno de los métodos de persuasión más sencillos y extendidos debido al efecto de ilusión de la verdad: en virtud de la manera en que nuestra mente funciona, lo que es familiar también es cierto; independientemente de que se haya estado mintiendo repetidamente porque, como apuntaba el propio Dean, las personas son más propensas a creer algo cuanto más a menudo se les repite: la ilusión del efecto de verdad.

Jeffrey Foster, Thomas Huthwaite, Julia Yesberg, Maryanne Garry y Elizabeth Loftus proponían en su trabajo Repetition, not number of sources, increases both susceptibility to misinformation and confidence in the accuracy of eyewitnesses, que una posible explicación para este fenómino es que los encuentros previos con la información harían que esta se sea más accesible y se procese con mayor fluidez, lo que conduce a una sensación de familiaridad; que a su vez hace que la información repetida se perciba como más verdadera que aquella que no ha sido reiterada.

Y vaya si se repite el nombre Israel junto a términos-juicios ideológicamente cargados como “colono”, “mata”, “ocupación”, “apartheid”, etc. – con la aparente intención de convertir al primero en sinónimo de los segundos: en síntesis, en análogo de perfidia, perversidad. Como la de una inclinación pasada que se empecina en ser presente.

Foster et al. agregaban que se piensa que las sensaciones de familiaridad son uno de los motores del efecto de desinformación: “Las personas no pueden, luego, discernir fácilmente las fuentes de sus sensaciones de familiaridad. En otras palabras, las personas no pueden distinguir si esos detalles engañosos se perciben de manera familiar porque los han visto [leído], o porque han oído hablar de ellos más tarde”. Y no sólo familiar, sino, también, como representativo de la población (de su sentido común, su opinión).

Lo repetido, entonces, va quedando como un sedimento o como un derrame irremediable (un chapapote duradero): usurpando el lugar del conocimiento, de los propios hechos que, se dice, se relatan. Contar y volver a narrar, parafraseando a Mateus, es, ya en sí, adjudicar significado – lo que está directamente relacionado con la mencionada performatividad del periodismo. Cada crónica, así, dice sobre el tema que trata y dice también sobre el propio profesional, sobre el medio y la práctica: un decir que, en el caso de la cobertura que nos incumbe, está apropiado por la opinión y la valoración trillada. A fin de cuentas, ya lo decía Michel de Montaigne, la opinión que se emite no dice tanto sobre aquello a lo que se refiere, sino sobre quien la emite; pero, claro, para llegar a esto hay que superar las ilusiones que la repetición crea: máscaras sobre máscaras que, al final, terminan siendo el propio rostro de quien busca disimularse.

Por otra parte, Foster y sus colegas señalaban que los resultados de la investigación llevada a cabo indican que lo que importa es la repetición de afirmaciones engañosas, no el número de fuentes del que proviene información errónea repetida. Así, concluían, en conjunto, los resultados sugieren que el número de personas que realiza una afirmación no importa tanto como el número de veces que esa aseveración se ha realizado.

Ello se debe a que, de acuerdo a estos autores, cuando las personas determinan la credibilidad de una afirmación, podrían utilizar precisamente la familiaridad de éstas para hacerlo; mientras que, a su vez, renuncian a procesos de control que les ayudarían a escudriñar la fuente de las afirmaciones en su lugar – y, cabría añadir, a escudriñar los propios argumentos, las bases mismas de tales declaraciones – por el hecho de que requieren más esfuerzos.

Repetición como una impostura de la memoria: recuerdo del hoy fabricado para hoy o mañana o ayer: sin tiempo, sin sustento. Magia de la “información”. Más fraudulenta que la de los conejos y las galeras.

Nada por aquí, nada por aquí, nada por aquí… Es una ilusión

Si bien, y de acuerdo a las investigaciones, el número de fuentes o voces no importa tanto como el número de veces que se repite una afirmación, un tema dado, al parecer la idea de que existe una cierta unanimidad alrededor de dicha aseveración sí afectaría a la credibilidad de la misma.

En este sentido, Sami Yousif, Rosie Aboody y Frank Keil (The Illusion of Consensus: A Failure to Distinguish Between True and False Consensus) apuntaban que, en teoría, el consenso es un importante indicio de la fiabilidad de una afirmación; de tal manera que, “si muchas fuentes informan sobre el mismo asunto, es razonable suponer que sea cierto”. Pero, se preguntaban, ¿son todos los consensos igualmente informativos? O, puesto de otra manera, ¿son claves cabales de fiabilidad?

¿Es, por ejemplo, el “consenso” de la ONU, de su bloque islámico y sus aliados, indicación de algo más que un posicionamiento político e ideológico respecto de Israel?

¿Es consenso el de un coro que entona la misma estrofa corrompida una y otra vez?

El filósofo austríaco Karl Popper recordaba en Conjeturas y refutaciones que, por lo demás, las personas raramente coinciden; “y si en alguna ocasión hablan más o menos al unísono, lo que dicen no es necesariamente juicioso. ‘La voz’ puede ser muy categórica en temas muy dudosos. […] Y puede oscilar en problemas que no dejan lugar a dudas”.

Ciertos consensos son menos auténticos, menos reales de lo que se porfía, de lo que se cree. Acaso estos estén más emparentados con el acuerdo típicamente publicitario; acaso sean, en definitiva, una ilusión: un mecanismo para que una cierta opinión o visión sea tenida como generalizada, universal – y, así, como verdadera. Una forma de “verificar”, de “validar”, sin hacerlo.

Después de todo, Lee Ross, David Greene y Pamela House (The “false consensus effect”: An egocentric bias in social perception and attribution processes), decían que el falso consenso es, precisamente, “ver las propias elecciones y juicios de comportamiento como relativamente comunes y apropiados a las circunstancias existentes, en tanto que las reacciones [o posturas] alternativas son tenidas como poco comunes, desviadas o inapropiadas”.

Un “consenso” para que se acepte lo que se dice, escribe o muestra, a simple vista – que es como parecen leerse (aceptarse) los titulares, las crónicas; escucharse las publicidades, la propaganda -; llevados por la idea de unanimidad. De hecho, apuntaban Ross y sus colegas, es fundamental para interpretar las fuentes de las noticias, así como virtualmente cualquier clase de información para la que pueda existir un consenso.

Estos autores explicaban justamente que el trabajo clásico sobre conformidad sugiere que la gente puede confiar demasiado en un aparente consenso incluso cuando ese consenso es obviamente incorrecto; y espera que el consenso se alinee con sus propias creencias.

Es decir, el consenso como pretendida prueba (de sí mismo y de lo que afirma quien lo enarbola como demostración) y como fórmula para acallar o desacreditar otras voces y pruebas. Suena conocido… – “la comunidad internacional” dice; según “el derecho internacional”. Comunidad. Internacional. Vocablos que dicen consenso, unanimidad – como evidencia de razón. Uno tan vasto como el mundo. Y uno que, además (Derecho), dictamina inapelablemente. Reiterado y reiterado y vuelto a reiterar.

La reiteración como falsificación de consenso y de certidumbre. Como suplantación de la prueba, de la comprobación, de la indagación. Un grito que impone su mensaje machacón aturdiendo-seduciendo a su audiencia con un ruido sencillo que lo ocupa todo, que se impone sobre cualquier otra voz.

Repetir. Una ONG y luego otra – lo mismo, citándose unas a otras; fiesta de pocos invitados. Y una entidad y luego otra. Y cada vez, los medios “ratificando” con su cobertura sin trabajo añadido – como no sea adjuntando una valoración de Perogrullo; de “elógiame, audiencia”. La misma partitura monótona- pero efectiva por invasiva con su alarde de universalidad y bonhomía.

Reiterar y machacar: “¡Consenso!” Como un niño emberrinchado que quiere acallar todo a su alrededor con la exclusiva razón de su vehemencia.

Pero qué consenso es aquel que no puede argumentarse si no es por medio de la emoción (como “moral”), de la falsificación y la omisión.

Qué consenso es el que hace de los pseudoactontecimientos y la propaganda su bandera; sus elementos necesarios.

No se trata ni por asomo del consenso que se da en las ciencias – y que, se sugiere es análogo a este que ni si quiera es: como el “consenso” del bochornoso Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, plagado de regímenes que lo violan esos mismos derechos como sistema para mantenerse en el poder.

Cuando intentamos decidir en qué información confiar, el falso consenso es una poderosa señal. […] Nuestro trabajo ayuda a explicar cómo la desinformación se propaga ampliamente a pesar de las escasas pruebas”, señalaban Ross y sus colegas.

  1. “Fuentes” como voces “periodísticas”; y periodistas como meros altavoces

De acuerdo a Judy VanSlyke Turk (Information Subsidies And Influence), quién tiene acceso a la información, y a qué fuentes de información tiene acceso, son factores importantes que determinan la opinión y la participación de quién tiene el potencial de influir en la sociedad.

Así, si el contenido mediático influye en la opinión pública, la autora se preguntaba en consecuencia quién o qué influye en ese contenido.

A priori, en la cobertura que tratamos pueden mencionarse algunos de los actores que sin duda alguna afectan la información (o, más bien, las noticias) y, así, el juicio de los lectores: organizaciones no gubernamentales con una clara agenda política e ideológica y líderes y organizaciones palestinas que son citados metódicamente como “fuentes” de la información que se publica. En este punto, cabría añadir ya casi como un actor más, la omisión igualmente sistemática de voces y fuentes que ofrezcan una perspectiva diferente o que mencionen hechos que no entran dentro del rígido y partidista marco que se ha adoptado para abordar este conflicto en general, y aquello relacionado con el estado judío, en particular.

En tanto, VanSlyke Turk proseguía diciendo que, si bien quienes trabajan en los medios de comunicación toman decisiones sobre qué constituye o no una “noticia”, se puede argumentar que las fuentes de información sobre las que los periodistas se basan, tienen mucho que ver con el contenido. “Noticia no es necesariamente lo que sucede – sintetizaba la académica -, sino lo que las fuentes de la información dicen que sucedió”.

Por su parte, Dan Berkowitz y Douglas Beach (News sources and news context: the effect of routine news, conflict and proximity) mencionaban que son numerosos los estudios que han constatado que las fuentes dan forma a las noticias en mayor medida que los periodistas – aunque conviene tener en cuenta que el profesional puede a su vez utilizar las voces y fuentes para decir a través de estas, para avanzar su opinión. “Por lo general – decían los autores -, más de la mitad de las noticias tienen su origen en los esfuerzos de las fuentes por hacerse oír en los medios de comunicación”. Y añadían que las fuentes “subvencionan” los costes que implican para los periodistas recopilación de información y la realización de reportajes, con el fin de aumentar sus posibilidades de ser cubiertos.

“Cuanto más barata sea la información – señalaba VanSlyke Turk – más probabilidades tendrá de ser utilizada, por lo que las fuentes que ponen la información a disposición de los periodistas de forma rápida y barata, mediante lo que Oscar Gandy denomina ‘subvenciones informativas’, aumentan la probabilidad de que la información sea utilizada en los contenidos de los medios de comunicación”.

Un abaratamiento que, sin duda, no sólo es financiero, sino también, en este caso, ideológico, en tanto y en cuanto le facilita al periodista devenido activista (o viceversa) el trámite de plasmar sus ideas, su adhesión ideológica, su agenda.

Así pues, y siguiendo a VanSlyke, en la medida en que las subvenciones se utilizan en los contenidos de los medios de comunicación, quienes las avanzan han influido en la agenda de los medios. “Y si pueden influir en la agenda de los medios de comunicación, quizá también puedan influir en la opinión pública y en la agenda pública”.

En el caso de las noticias sobre Israel y conflicto, parece, pues, haberse establecido una dinámica de “subsidios” muy engrasada entre ciertas ONG ­– que en ocasiones dan la impresión de operar más bien como como una suerte de agencias de pseudoacontecimientos y psedoinformación (desinformación) -, entidades, líderes y periodistas; donde las “fuentes” devienen en un simulacro de “periodismo” , y este último en un mero amplificador, en un artefacto.

Incluso se ha llegado al punto en que sólo hay una ilusión de multiplicidad de “fuentes” – que, a su vez, mayormente son voces que crean su propia “noticia” en forma de “informe” o mera declaración acusativa -, puesto que, o bien se citan unas a otras, o reinciden en las mismas imputaciones sin asidero como si ello fuese un abordaje múltiple de una “realidad” inapelable y no una misma narrativa repetida, que funciona dejando (o para dejar) fuera del relato aquello que la sencillamente lo ponga en duda.

Pero no sólo eso. Leon Sigal señalaba que aquellos que de manera rutinaria actúan como fuentes para la prensa, es también más probable que aparezcan favorablemente en las noticias. Algo que sin duda es sumamente valioso para quienes brindan por sobre todas las cosas un contenido principalmente ideológico: este será aceptado más fácil y favorablemente por la audiencia.

En su trabajo La idea de objetividad de los periodistas dentro de la cultura periodística de España y Suiza, Martín Oller Alonso y Katrin Meier indicaban que en un estudio que llevaron a cabo algunos periodistas entrevistados habían afirmado que “si existe un rumor proveniente de una fuente de confianza puede llegar a ser noticia dentro de nuestro medio”. Respuesta que, aventuraban, “muestra hasta qué punto los periodistas pueden llegar a confiar en sus fuentes, ya que ponen su trabajo y su concepto de objetividad en manos de ellas”; o, podría también decirse, hasta qué punto pueden llegar a compartir sus ideas y sus objetivos.

Esto abre un interrogante que, acaso, no tenga respuesta – probablemente porque la pregunta es incorrecta, o el término “fuente” sea demasiado vago, o generoso o inocente: ¿Qué es una “fuente de confianza”?

¿Aquella que da una proporción mayoritaria de datos, informaciones, verídicas? No parece ser el caso en el abordaje informativo que analizamos.

¿Será entonces una que es sencillamente “conocida”’- es decir, a la que el periodista recurre a menudo? – por qué lo hace será un interrogante obligado a continuación. ¿O la que es afín ideológicamente?

¿Son las ONG que, según Israel están vinculadas a grupos terroristas, fuentes confiables? ¿Lo son ONG cuyos informes se basan en metodologías irregulares, que tergiversan datos y realidades, que inventan otros y acallan otros más? ¿Lo es Fatah? – ¿y su “brazo armado”? ¿Lo es el grupo terrorista Hamás? ¿Y Yihad Islámica Palestina? ¿Y el FPLP? Porque estas son algunas de las “fuentes” prioritarias y recurrentes del periodismo en español para abordar el conflicto. Porque esas fuentes y voces son, de acuerdo con la cobertura en español, de mayor confianza, credibilidad y valor moral que una fuente o voz israelí. Es lo que se desprende de sus crónicas.

“Al leer artículos noticiosos, es posible que los individuos asuman que las fuentes de noticias poseen cierto grado de integridad periodística… Así, si muchos periodistas hablan todos de una misma fuente, los individuos podrían suponer que esta fuente está altamente cualificada [e independientemente verificada]”, proponían Sami Yousif, Rosie Aboody y Frank Keil (The Illusion of Consensus: A Failure to Distinguish Between True and False Consensus),

La cuestión es que en demasiadas oportunidades no hay ni tal integridad, ni está la fuente cualificada, ni, mucho menos, está verificada. Es meramente un acto de reproducción (y repetición); y, por otro lado, de necesario silenciamiento.

A modo de colofón

La información, explicaba Fred Dretske en Précis of Knowledge and the Flow of Information – en contraste, por ejemplo, con el significado -, es un importante bien epistémico: “Ninguna estructura puede transmitir la información de que s es F a menos que, de hecho, s sea F. La información falsa, la desinformación y la desinformación no son variedades de información, al igual que un pato señuelo no es un tipo de pato”.

Más, a la audiencia se le ofrecen demasiados señuelos y pocos patos. Con lo que, aquello de “cobertura” poco puede aplicarse al conflicto árabe-israelí. Acaso, debería empezar a hablarse más bien de canales o herramientas a través de los que llegan al público una serie de porciones, datos, aseveraciones sobre el mismo – y, sobre todo, mediante los que se transmiten la manera en que esos trozos han de ser interpretados: de ahí las valoraciones “morales” recurrentes, el léxico ideológicamente cargado y maniqueo, los lugares comunes para designar a Israel – tantas veces demasiado comunes, como para no levantar mínimamente una ceja de sospecha.

El disfraz “humanista” con que pretende disimularse todo ello sólo engaña – si es que realmente puede despistar a alguien – a quien lo lleva puesto, a quien elige creer el simulacro. Pero lo cierto es que no camufla nada. Ya no – incluso, si tal cosa es posible, resalta aún más la realidad que debería ocultar.

Y es que, como toda teatralización, es inevitable al menos intuir que hay otra realidad debajo de la que se representa – que, por otra parte, no es otra cosa que, en definitiva, la pretendida convicción del interés por lo universal; vamos, una escenificación que apenas si puede ocultar el provincialismo moral que agota lo que pregona en cuanto toca sus intereses.

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