Imagínese, fulano, mengana

El antisemitismo es el dogma más oscuro (no por velado, ciertamente) y perseverante; es la extrema ausencia de empatía elevada a comprensible, justificada, actitud; vamos, al rango de virtud.

Entonces, ¿cómo se dialoga, si ese que tal cosa es posible, con el antisemita? Imposible con el ferviente, el fanático. Y qué hay de la miríada de imbéciles útiles. ¿Es la imbecilidad un rasgo que permite una comunicación racional? ¿Y con sus propagandistas? No, tampoco, no se trata de un publicista al que lo pueda convencer la empresa competidora.

Con los estúpidos. Otra no queda.

Pero ¿cómo?

Podría acaso sentarse uno con un estulto y decirle, por ejemplo, se imaginará, Abelardo o Juliana o Pierre o Greta o Abdul o el nombre que sea, lo que es vivir así, sabiendo que muchos vecinos lo quieren eliminar a uno – y cuando digo a uno, digo a uno como individuo y como país. Imagínelo un segundo, Abelardo: vive usted en un barrio suburbano, de clase media sin pretensiones posibles. Tiene una casita digna, con su menudo jardincillo que la rodea. Su vecina de enfrente lo odia, jura que lo eliminará; la de atrás, es ambigua en su posición – ya le ha hecho alguna que otra. La del costado, también tiene la idea de acabar con usted y hacerse con su casa. Hay varios vecinos en su misma calle que lo quieren asesinar. Y en un barrio vecino, hay más que enarbolan esta obsesión como si fuese una virtud. Lo quieren erradicar, finiquitar, porque usted no pertenece al barrio, le dicen – aunque su abuelo lo fundó, ¡vaya ironía! -, ni siquiera a la ciudad; porque usted es, pongamos, portugués, o negro, o vietnamita, o finlandés y demasiado blanco; o muy alto, o demasiado bajo…

¿Me sigue? Usted imagínese, Abelardo. Cierre los ojos para visualizar bien la casita que tanto le ha costado. A su familia en ella. Sus hijos jugando en el jardín de césped prolijo. Ahora a figúrese a sus vecinos. Cada tanto lo atacan. Le tiran basura. A veces piedras contra el techo, las ventanas – alguna vez contra algún miembro de su familia. En ocasionas, son petardos de esos fuertes, como de fallas valencianas. En varias ocasiones, cócteles Molotov.

Pero esta vez, dispararon contra su casa e hirieron en la pierna a su hijo menor – Émilien (usted es medio francófilo, pongamos), de diez años, al que le gusta mucho el fútbol, y se pasa horas en el jardín imaginando partidos y finales y estadios. En ello estaba cuando dispararon. Aún puede oír sus gritos de dolor. Los suyos propios, de rabia, contados – tenía que actuar. Su mujer, su hija mayor y el del medio, en estado de shock: “no podemos salir si están disparando, etc.”, y sus rostros de pavor, de horror.

¿Se va haciendo el cuadro?

Salen, claro. No queda otra. Hay que llevar al niño al hospital. Deja a la familia en el nosocomio y usted va a la policía y denuncia los hechos. A pesar de que en oportunidades anteriores – con las piedras y los cócteles Molotov, no hicieron nada; pura postura, cháchara.

La policía le dice que hará algo, pero, y esto usted lo nota, no, es más que notarlo, es saberlo, leerlo cabalmente en sus gestos, en la actitud que adoptan el cabo o el sargento de turno, en la cronología de negligencia o complicidad o lo que fuera, que no harán nada. Pero, eso sí, esta vez la comisaría convoca comisiones barriales inútiles y concreta reuniones de mediación donde representantes de sus vecinos le dicen al suyo, de manera no del todo diplomática, que no reconocen su derecho a vivir en ese casa, que como mucho, accederían a tolerarlo viviendo en un rinconcito del jardín mientras un familiar de alguno de ellos ocupa su vivienda. Que el barrio necesita una uniformidad cultural, dicen – pero usted sabe que es étnica o religiosa o lo que sea aquello por lo que afirman su extranjería.

Entonces hace lo que haría cualquiera, llama a los amigos. Tiene varios. Se juntan cada tanto a comer, a hablar de nada que tenga filo ni espinas. Hay dos con los que sí aventuran intimidades.

Las amistades le dicen a usted que lo que le falta es empatía, perspectiva, que debe entender la incomodidad de sus vecinos ante su particularidad; que usted debe dejar de ser, qué sé yo, demasiado rubio o negro o coreano, para no ofender a sus vecinos.

Usted dice que no puede dejar de haber nacido en demasiado rubio, o muy alto o paraguayo. Que no puede desnacer para ver si el azar le encaja el fenotipo adecuado, la nacionalidad correcta.

Entonces sus amigos ya ni siquiera responden a sus llamados. Los únicos, aquellos dos. Pero distantes, con esos consejos que se compran en las tiendas de souvenir o que se encuentran en las galletitas de la suerte.

Está usted solo, Abelardo. Usted y su familia. Sus amigos no eran sus amigos. Quienes decían defender a todos los ciudadanos, jamás tuvieron siquiera la voluntad de cumplir con el eslogan.

¿Lo visualiza?

Pues bien, Abelardo, bienvenido a la vida de un israelí, de un judío; al mundo cínico de la ONU, de “conjunto de las naciones”, de los medios de comunicación. Bienvenido al mundo del revés.

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