Editorial: fabricación en lugar de verdad, hecho y realidad

Se ha llegado al punto de que se puede afirmar lo que sea sobre Israel. Sin verificar, sin contextualizar. Sin nada más que la mera mención. Lo que sea. Es más, cuanto más extraordinario, mejor. El listón de verdad, hecho y realidad ya no existe. Todo ello es lo que se afirme en cada momento dado. La “realidad” es creada por la “narrativa”; y esta es fabricada por la ideología o la conveniencia – si es que, a esta altura, se diferencian en algo.

Así pues, se arribó al punto en que el verbo puede apartar de un manotazo a un grupo dado de personas: deslegitimando su estado, su derecho a la defensa; es decir, su existencia misma. Hoy Israel; mañana, quién sabe. Porque, en definitiva, se está ya en ese punto de no retorno en el que las redacciones de tantos periódicos, canales de televisión y radio se ha impregnado de esa forma de hacer, de esa labor de propaganda, de portavocía: en breve, de la claudicación ante la codicia sin escrúpulos.

Pero no sólo allí. En parlamentos, en universidades, en foros internacionales se hace notar esa forma sonora y cínica de decir, que emparenta al idiota con inescrupuloso. ¿Qué otra consecuencia se esperaba de esa degradación de la comunicación, de la información? Cuando se rebaja el valor de verdad y hecho, se lo hace, guste o no, para todo ámbito.

La cuestión es que, evidentemente, los hechos siguen aconteciendo, las verdades permanecen imperturbables, todo ocurre en el plano de lo real: las desidias en política en energética, las ambiciones de otros países, y las consecuencias de la propia estupidez.

Y mientras la realidad sucede, y como los problemas que surgen en su seno afectan invariablemente la vida de las personas, las soluciones que se proponen pertenecen al universo mitológico creado, donde las decisiones trascendentales están subordinadas a la fantasía, o los agresores resultan ser las víctimas; los totalitaristas “visionarios” “descolonizadores” o la tontería de turno; en fin, donde todo puede lograrse por medio de la voluntad de la palabra y el consenso dicharachero.

Por lo que sea, los mayores adeptos a esta colaboración – voluntaria o inocente – cabalgan a la izquierda de la razón. Algunos a tal punto, que se confunden con los otros cómplices necesarios, que ondean en el extremo derecho. El producto de esa cooperación beneficiosa o estulta es el socavamiento de la identidad, las instituciones, la cultura y la autoconfianza de las sociedades occidentales; mientras son instadas a ver las orgullosas y fuertes culturas chinas, árabes, rusas. La contradicción es la base del acomplejamiento preciso para moldear aquiescencias.

Está visto que hay ficciones que son muy provechosas para unos, muy peligrosas para otros: cuando unos extienden esa tela de fábulas, pero lo hacen sabiendo muy bien que ellos mismos actúan sobre la realidad; cuando otros se creen esa urdimbre mentida y actúan sobre ella como si fuera real. Allí radica el busilis del asunto. Ya no se trata de esa vieja treta de crear un problema para ofrecer una solución. Esto va mucho más allá. Aunque la inercia no deje ver el alcance del descalabro.

Decía el argentino Alejando Dolina en uno de sus programas de radio, que la ignorancia es mucho más rápida que la inteligencia – podría añadirse el colaboracionismo. Una versión más elaborada que aquella frase que dice que “una mentira viaja alrededor del mundo mientras la verdad se pone los zapatos”.

Volviendo a Dolina, decía que ello es así, porque la inteligencia se detiene cada tanto a examinar. En cambio, la ignorancia pasa por sobre las nociones a gran velocidad, y jamás hay algo que le llame la atención – la obsesión manda. Entonces llega rápido a cualquier parte.

Especialmente a las conclusiones. Y vaya si hay ejemplos de esta vertiginosa y tonta – aunque utilitaria – desidia en la cobertura mediática sobre Israel.

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