Embestir puertas abiertas

A la joven Peralta no le gustan los judíos. Y no tiene problema en que se sepa. Sin tapujos ni disfraces, irrumpía en nuestro panorama mediático en febrero de 2012, durante un homenaje a los Caídos de la División Azul. Ahí, rodeada de unas 300 personas, bramaba para quien quisiera escucharla: “el enemigo, que siempre va a ser el mismo, aunque con distintas máscaras: el judío. Porque nada hay más certero que esta afirmación: el judío es el culpable”.

La indignación fue inmediata. Asociaciones, medios y analistas pusieron el grito en el cielo, la Federación de Comunidades Judías de España pidió a la Fiscalía que se investigara si había delito de odio. Empezaron a llover entrevistas a la joven que, gracias a su discurso antisemita, acompañado de racismo y xenofobia contra otros colectivos, saltaba al estrellato mediático entre condenas bien pensantes.

Porque Peralta es una perita en dulce. Una enemiga fácil. En España, apenas representa a nadie más que a sí misma y a su afán de notoriedad. Pero su sobredimensión mediática permite crear una especie de hombre de paja (¿o sería mujer de paja?) al que combatir con comodidad, sin riesgos, y sobre todo sin ahondar en el problema. Peralta es la persona ideal para que todos nos sintamos mejores personas. Condenando sin analizar y sin arriesgar.

Cuando las redes sociales y los medios se sulfuran denunciando a la joven aspirante nazi que niega el Holocausto, ¿qué les indigna? ¿El antisemitismo? ¿O la estética de este antisemitismo? Porque intentar negar los hechos históricos establecidos y probados del genocidio judío no es la única forma de negar el Holocausto. Existe una moda de reflexión que lo banaliza, distorsiona o modifica. Es lo que la historiadora Deborah Lipstadt dio en llamar negacionismo ‘soft-core’. Un antisemitismo que, al no ser tan ostensible, y al ser más acorde al espíritu de la época, goza de buena salud y de hartos adeptos. Y a ese antisemitismo, la mayoría de los medios no le dan visibilidad.

Pero es igualmente negacionismo comparar Auschwitz con Gaza. Es negacionismo acusar a Israel de utilizar tácticas “similares a las de los nazis”. Es negacionismo negar u ocultar la singularidad judía del Holocausto. Es negacionismo emplear la estrella amarilla para victimizarse por tal o cual causa. Es antisemitismo comparar a Anna Frank con el confinamiento por Covid-19. Y esto hay que sumarle un largo etcétera que partidistas de un lado u otro amparan, sin que a ello siga un rechazo vehemente, porque ante este negacionismo existe un clima mucho más receptivo, de aprobación moral.

Por ello, la joven Peralta viene como anillo al dedo. Gracias a ella, todos pueden sacar a relucir su virtuosa condena del antisemitismo y el negacionismo. Todos en el lado bueno de la historia. A pesar de que muchos de los que ponen el grito en el cielo y dedican páginas a la joven y a su ombligo, hacen precisamente aquello que dicen denunciar. Porque lamentablemente esto se ha convertido en una cuestión del “quién” en lugar del “qué”.

No me malinterpreten. Peralta merece todas y cada una de las condenas. Pero ya las tiene. Darle bombo a su miseria tan sólo sirve para derribar puertas abiertas y agrandar un peligro que, afortunadamente, no es representativo de la sociedad española. 300 personas arropaban a Peralta durante su famoso discurso. 300. Pero de pronto, su constante presencia en los medios la convirtió en una estrella de vaya usted a saber qué. Si seguimos haciéndole la campaña mediática, tal vez el año que viene sean 600.

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