La “superioridad moral” no es otra cosa que un dispositivo propio de los totalitarismos, fanatismos y demás sistemas de privilegios, y, por extensión, de los propagandistas que los sirven. Este artefacto permite ciertas ventajas; consentidas, claro está, en gran parte, por la misma audiencia de sus mensajes. Una de ellas es la de no ver (o impedir ver, conocer) aquello que desmiente el embuste, la mistificación: es decir, el usuario disfruta de los beneficios – sociales, económicos, sádicos – que facilita el método, sin que la conciencia (presuponiendo su existencia en términos éticos) se vea afectada.
Omitir. Censurar. Inventar. Tergiversar. Retorcer. Todo ello permite esa ilusoria auto atribución – y el estúpido beneplácito de sus destinatarios.
Esto, precisamente, es uno de los rasgos más significativos de tantos que, enarbolando la credencial de periodista, ejercen realmente de disimuladores de la realidad, de mercenarios de la mentira utilitaria con que las tiranías avanzan sus agendas.
Ninguna novedad en la fórmula. Ninguna, tampoco, en la credulidad inane o interesada que propicia o excusa. Tampoco hay originalidad alguna en uno de los marcos – tan afectos a quienes, escasos de escrúpulos e ingenio – a los que se recurre prácticamente desde que los humanos aprendieron a juntar los sonidos para formar palabras y a vincular a estas para elaborar significados más complejos: uno de los ‘folklores’ más oscuros que tanto ha contribuido a la elaboración de prejuicios más sofisticados y más letales.
Como explicaba Pascal Boyer en su libro Religion Explained, la brujería – en tanto mal poderoso, arbitrario – “parece proporcionar una «explicación» a todo tipo de sucesos… que se interpretan espontáneamente como pruebas de la acción de las brujas”. Quien dice brujas dice… ¿hace falta enunciarlo? Judíos. O sionistas.
En algún punto, luego de producidos los eventos – desgracias en una familia; o guerras, hambrunas, crisis socio-económicas -, “alguien tiene que abrir[le a la sociedad] los ojos al hecho de que se está siendo atacado, de que el enemigo no desistirá hasta que esté completamente arruinado o muerto”.
Ahí entran los “periodistas”. Es decir, los propagadores y blanqueadores. Los “anunciadores”, como los denomina Boyer, que ante todo revelan la identidad del supuesto “brujo”. Es decir, los señaladores. Pero, advertía el autor, el anunciador no es un simple alcahuete, un “chismoso, ya que esta revelación, y la descripción explícita de la situación, lo convierten inmediatamente en un aliado de las víctimas”.
Ahí está lo que produce el efecto ‘moral’, la ilusión de ‘honorabilidad’ – la retroalimentación imprescindible para llevar adelante la infamia encuadernada en unas mentidas tapas de “justicia” y “solidaridad”. Y, claro, cuando se apunta por un lado a un culpable, inexorablemente se atribuye la cualidad de víctima al otro. Y, en el caso los “informadores comprometidos”, estos crean a uno y otro, no sólo mediante el señalamiento, sino, mediante, como ya se apuntó, la censura.
Ahora bien, volviendo a las brujas; Boyer apuntaba un aspecto de suma importancia:
“Lo que está en juego es privar al brujo de su fuerza vital para obligarle a desistir; en otras palabras, las luchas contra los brujos son operaciones de brujería. … Decir que fulanito no está realmente embrujado significa ponerse del lado de sus agresores; aceptar que lo está equivale a declarar la guerra a sus enemigos. El discurso desinteresado no es una opción”.
O, dicho de otra manera, “lo que está en juego es la ‘paz mundial’, por lo que hay que obligar a Israel (judíos, sionismo, lobby judío mundial, etc.) a desistir de defenderse. Para ello, y puesto que se los acusa de los peores crímenes (apartheid, genocidio, hambruna), hay que, como quien dice, ‘quitarse los guantes’: el estado judío debe ser abolido. Quien diga que esto no es así, es un ‘fascista’, un ‘genocida’, ‘inhumano’, y es considerado, como tal, un criminal y un enemigo. Quien no se posiciona, es, con su silencio, con su duda, cómplice de la perversidad judía”.
¿Se entiende mejor en qué andan ciertos “periodistas” que repiten al dedillo el libreto de Catar (Al Jazeera), el de la República Islámica, los dictados del Kremlin o el odio sempiterno que busca la guarida de una excusa?