En Francia, en mayo de 2025, las figuras mediáticas Thierry Ardisson y Léa Salamé se disculparon públicamente tras un polémico segmento del programa «Quelle époque!», en el que se hizo una incómoda comparación entre judíos y nazis. El incidente provocó una ola de indignación. En respuesta a la polémica, Thierry Ardisson y Léa Salamé reconocieron la gravedad de la situación y declararon que su intención no era en absoluto trivializar la Shoah ni ofender a nadie. Expresaron su pesar y pidieron disculpas a quienes se hubieran sentido ofendidos por sus comentarios.
En España, sin embargo, el fenómeno prolifera en los medios sin que nadie parezca incómodarse ante una comparativa intelectualmente deshonesta, históricamente ofensiva y moralmente repugnante.
Esta equiparación, disfrazada de crítica política o de “solidaridad con los oprimidos”, se ha convertido en una herramienta retórica común en medios de comunicación, redes sociales e incluso discursos institucionales. Su uso, sin embargo, revela mucho más sobre quien la hace que sobre los hechos que pretende analizar.
Comparar al pueblo judío —o al Estado de Israel, expresión moderna de su soberanía— con el régimen nacionalsocialista alemán no solo es históricamente falso. Es una ofensa directa a la memoria de las víctimas del Holocausto y una estrategia diseñada para despojar a los judíos de su legitimidad, convirtiéndolos en verdugos en una nueva narrativa que invierte la realidad. Es, en el mejor de los casos, una negligencia intelectual; en el peor, una forma perversa de antisemitismo contemporáneo.
Los medios de comunicación, en su afán de simplificar la complejidad del conflicto con Hamás o de posicionarse moralmente sin pagar el precio de la reflexión profunda, han adoptado esta fórmula con demasiada ligereza. Palabras como “genocidio”, “limpieza étnica” o “apartheid” se repiten de forma automática, sin contexto, sin rigor y, sobre todo, sin respeto por su significado original. Decir que Israel está cometiendo un genocidio no es solo una falsedad, es una obscenidad. Es un insulto a los millones de víctimas de genocidios reales —desde el Holocausto hasta Ruanda— y una banalización inadmisible del sufrimiento humano.
Esta banalización no ocurre en el vacío. Tiene consecuencias. Al presentar a los judíos como nuevos nazis, se legitima una hostilidad creciente hacia las comunidades judías en el mundo. Se justifica el acoso, se excusa la violencia, se tolera el odio. Bajo el pretexto de criticar al gobierno israelí, se deshumaniza a un pueblo entero. Y en esa deshumanización, una y otra vez, reconocemos las primeras semillas del antisemitismo más antiguo.
No se trata de acallar las críticas legítimas a Israel —todas las democracias deben ser objeto de escrutinio—, sino de exigir que ese escrutinio se realice con responsabilidad, precisión y decencia moral. Si el periodismo debe ser una herramienta de verdad, no puede seguir siendo cómplice de esta manipulación perversa del lenguaje y de la historia.
La equiparación entre judíos y nazis no es una crítica política: es una calumnia. Y como tal, debe ser rechazada con firmeza, especialmente por quienes todavía creen en la honestidad intelectual, el respeto a la memoria histórica y la dignidad humana.
Lo que en Europa indigna, en España parece que se aplaude.
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