Muchos – demasiados – medios, “periodistas”, ONG, agencias internacionales y gobiernos actúan hoy como lo hicieron los soviéticos frente al desastre nuclear en Chernóbil: ocultando la nube que avanza.
Afirman, vociferan y patalean que el problema es Israel o el “colonialismo occidental” – del que el estado judío es su pretendida y más cruel encarnación -, mientras ignoran deliberadamente el islamismo radical promovido por Teherán y Catar. De misma manera, la masacre de cristianos en África, a manos de yihadistas, apenas merece cobertura noticiosa; mucho menos, atención diplomática.
Mientras Oriente Medio y África siguen sufriendo las emisiones de odio, sangre e impunidad, muchos operadores occidentales se dedican a bloquear la llegada de esa realidad a su público. Difundir esos hechos resulta tóxico para los totalitarismos y sus aliados. Por eso, no se dice, no se habla, no se nombra: “Niño, deja ya de joder con la realidad…”.
En su lugar, se fabrica una “realidad” conveniente, en la que invariablemente se designa un “culpable” funcional: el “otro” que sirve para canalizar responsabilidades, mantener “consensos” cómodos y simular superioridad moral. Ello, auxiliado por un sector de la prensa que ha dejado de ser un vehículo para los hechos y para, aunque sólo sea, un atisbo de verdad; convirtiéndose, en su lugar, en un escudo ante la incomodidad de los hechos. La ética ya no se ejerce; se usurpa.
Paradójicamente, durante la catástrofe de Chernóbil, fue la prensa occidental la que reveló al mundo el desastre encubierto por Moscú. Hoy, buena parte de esos mismos medios de comunicación se comportan como sus antiguos pares soviéticos. Los hechos censuran porque originan preguntas, promueven el escepticismo y el pensamiento crítico; y porque, ante todo, desnuda “monarcas” y beneficios. Y, ya se sabe, a los regímenes autoritarios y sus colaboradores les conviene más la ignorancia y el temor – y la sumisión que estos fabrican.
Para ello, se intenta hacer fluir a la información por canales cada vez más controlados, validados solo por las “fuentes autorizadas” (ciertas ONG, por ejemplo), esto es, ideológicamente afines – de ahí que se busque suprimir toda disidencia y homogeneizar el relato. Vamos, simular unanimidad. Una concentración de la “opinión”: “la mayoría dice, opina” como herramienta para cancelar, avergonzar, imponer el ostracismo y la autocensura – porque ir contra la corriente equivale a ser o parecer racista, facha, xenófobo.
Y están, claro, esas otras “cancelaciones”, más tajantes, que han ejercido y ejercen los totalitarismos con perfecta impunidad.
Por eso se tolera, casi con complicidad, lo que debería escandalizar en occidente. Como, a modo de tétrico ejemplo, la represión sistemática del pueblo uigur en China —detenciones arbitrarias, trabajos forzados, esterilizaciones forzosas, vigilancia masiva. Un millón de personas encarceladas, niños separados de sus padres; una población entera forzada a olvidar ya no sólo quién es, sino siquiera si es. Y, sin embargo, ni manifestaciones, ni condenas globales, ni boicots, ni happenings universitarios. Apenas, con suerte, unas líneas perdidas en la sección internacional de algún medio.
Esta pasividad evidencia que la hipérbole mediática y política contra Israel no es espontánea ni, mucho menos, moralmente sincera. Se asemeja, más bien, a las campañas orquestadas por el Kremlin durante la Guerra Fría, tan bien descritas por Stephen Koch en Double Lives, donde espías, escritores, artistas y personalidades promovían ideas prefabricadas con apariencia de naturalidad.
Así, buena parte de Occidente vive hoy en un estado de histeria emocional – artificialmente creada- atrapada, como lo advirtió Jean-François Revel en Cómo mueren las democracias, en una parodia de periodismo, solidaridad y diplomacia: la antítesis insultante de la realidad.
Y, sin embargo, aunque se oculte tras el silencio o la omisión, la realidad suprimida sigue ejerciendo sus inconmovibles consecuencias que resultan incluso más perjudiciales porque la negación suele amplificarlas. Como escribió La Rochefoucauld: “La ignorancia consiste en no saber lo que se debería saber, saber mal lo que se sabe y saber lo que no se debería saber”. Lo que hoy se pretende que se “conoce” sobre el conflicto árabe-israelí es una distorsión, cuando no un invento: una mezcla de moralina, resentimiento, revancha y prejuicio.