La narrativa manda. Ante todo. Y todo lo justifica – sobre todo, su propio contenido. Por eso mismo, uno puede decir una cifra de lo que sea: de muertos por desmoronamiento de morales, de toneladas de lugares comunes, y su enunciación no precisará más prueba, validez, lógica, que la propia necesidad de que encaje en la narrativa. Es decir, en la “realidad”. La “verdad”. Así, puede decirse que Israel ha matado “sobre todo a niños y mujeres”. Y citarse un número incomprobable – amén de proveniente de una secta genocida palestina. Puede hacerse lo que se quiera.
Menos, eso sí, decir la verdad de quienes la manejan el relato, de quienes lo usufructúan. Eso, jamás. Merece la hoguera virtual; el ostracismo efectivo. La herejía contra la “suprema rectitud” se castiga con celeridad y sin ambigüedades. El enemigo del “progresismo”, vamos, de la hipocresía, es el enemigo de la humanidad con hache mayúscula y pronunciación inclusiva.
Tanto manda la narrativa que, si uno no encaja en ella, comienza a difuminarse como aquel personaje de Woody Allen. Porque esta pretende que no hay libre albedrío, sino, justamente, relato. El cuento del tío hecho ideología, si se quiere. Un cuento complejo a veces. Otras, una pura sucesión de boutade y plagios propagandísticos. Pero ya sea de un tipo o del otro, el problema es que en ambos casos se espera que la audiencia no sólo la crean, sino que la adopten íntegramente; esto es, que estén preparados para ser y hacer lo que esta exija de ellos. La narrativa pretende que, idealmente, el sujeto se convierta en objeto.
La narrativa manda. Y dicta qué y cómo mirar o decir, o dejar de hacerlo. Y ordena que el intérprete que quiera el beneplácito del aplauso o ayuda oficial debe realizar la serie de gestos y pronunciar la secuencia de palabras que se requiere de él. Si hay algo que repartir, por más intangible que sea, la narrativa manda mucho mejor. Convencen más su “argumentos”, dicen los cínicos. Da en el clavo, los adeptos sin más – los que no suelen tener más allá de esa sumisión numeraria que autoriza a sentirse parte de una excelencia.
La narrativa, entonces, para mandar, lo que se dice mandar, necesita metálico, sustantividad. Necesita del pragmatismo de una promesa contante y sonante, objetiva: para mañana; a más tardar, para este fin de semana. Nada de utopías. Seguidores, premios, posición. Para la gilada, como se dice en Argentina, basta con prometer a cualquier plazo: lo que importa es que la adicción ideológica tenga un efecto inmediato y constate: “Somos más íntegros que la integridad” – que auxilia un poco a la incapacidad como medio de pago y al carácter no comestible de las palabras.
Así pues, donde manda narrativa, búsquese al narrador o narradores principales. Suba en la jerarquía de voces que dicen lo mismo, y lo, o los, va a encontrar. Sí, emitiendo idéntica verborragia, exactas fabricaciones, hasta, acaso, las mismas pausas dramáticas o cómplices. Ahí lo tiene, narrando la narrativa; es decir, metiendo el relleno de palabras – y los silencios, claro está – que le sirvan en el momento y, sobre todo, que asista, en el largo plazo, acaso no tanto a disimular, como a promover su modo de relacionarse con la realidad.
La narrativa manda. Porque tiene el poder de pensar o encauzar la vida de los demás – o esa porción gregaria del ser al que, en definitiva, va dirigida esa melaza emotivo-ideológica. Porque, se pretende, la narrativa “crea”: presente, consenso; humo.